⇒ Relatos de Opinión: Artículo de Luis Fernández.
Relatos Valencia CF del otro centenario, el de la afición
Todos tenemos unos inicios, una historia que contar de cómo, cuándo y porqué acabamos siguiendo la senda que nos llevaba al campo de Mestalla a ver a nuestro Valencia CF. Normalmente, la transmisión generacional del valencianismo balompédico, como si de la lengua materna se tratase, pasa de abuelos y padres a hijos, y son estos los que de la mano de su predecesor acaban por caer rendidos ante el tapete verde, la pirotecnia y el rumor de la vieja acequia de Mestalla.
Pero existen otros casos donde, por circunstancias varias, la transmisión familiar no percute con demasiada intensidad y entonces aparecen los otros. Los otros son el vecino de enfrente, el padre de un colega de la playa o un amigo de la familia. Valencianistas militantes, satélites familiares imprescindibles, cuya abnegada y altruista labor era y es la de fomentar la cantera y el amor por unos colores. La labor de llevar de la mano, de germinar la semilla, de enseñar la senda de Mestalla. Yo fui uno de esos niños y este es mi pequeño homenaje a todos aquellos satélites familiares que han ayudado a engrandecer y afianzar los cimientos del pueblo de Mestalla.
ANTECEDENTES EN AZUL Y GRANA
Mi primer equipaje del Valencia me lo regalaron mis padres cuando tenía 7 u 8 años, seguramente para la temporada del retorno a primera división. No recuerdo al Valencia en segunda y a pesar de mis antecedentes familiares, tampoco recuerdo haber sido de otro equipo que no fuese el Valencia. Hasta entonces, nunca había ido a Mestalla ni al Nou Estadi, pero recuerdo unas ganas inmensas de poder ir a ver en directo un partido de fútbol. De momento me conformaba con recortar la clasificación en la Hoja del Lunes y con ver, desde la terraza de casa al otro lado de Viveros, los focos y el humo de Mestalla los días de partido y escuchar los goles. Aún lo puedo sentir.
Mi entorno familiar ha sido poco futbolero. Mi hermano mayor, nada, el mediano, más de jugar que de ver y mi padre, moderadamente. Moderadamente granota, de corazón, y choto de cabeza. Una rara avis que absorbió los últimos coletazos de un pequeño grupúsculo de gimnastiquistas que se daban cita en la bodega de su padre (mi abuelo) en la calle Cruz Nueva, en pleno centro de la ciudad. Un granota de la Valencia fluvial al que su tío, pescadero y colombicultor, llevaba de la mano a Vallejo y le contaba anécdotas de su palomo Caszely. Un granota, sin embargo, que disfrutó de la liga del 71, de Claramunt y Valdez, y como no, del Matador. Así me lo ha transmitido.
Por eso, llegado el día de mi debut como espectador en un campo de fútbol, mi padre me dijo que me llevaría a los dos estadios de la ciudad, al Nou Estadi y a Mestalla, tal vez como una suerte de ritual de elección. Aunque la decisión, inconscientemente, ya hacía tiempo que estaba tomada.
Primero fuimos al campo del Levante UD a ver un encuentro contra el Cartagena. Lo recuerdo por qué mi padre quería verlo con un amigo suyo cartagenero que al final no pudo venir. Ganó el Levante en un partido desangelado de Segunda B, con el estadio medio vacío y del que recuerdo sobre todo, la aventura de llegar hasta el estadio. Cogíamos el trenet bajo de casa, en la estacioneta del Pont de Fusta, y en apenas dos paradas llegábamos al apeadero de San Lorenzo desde el que enfilábamos por sendas entre acequias y huertas hasta llegar a la mole de hormigón desnudo del viejo Antonio Román.
La siguiente parada sería el Luis Casanova, el rival, el Espanyol, al que mi padre tenía y tiene una cierta tirria desde la fatídica temporada del 86 y los cánticos despreciables que un sector de aficionados pericos dedicó al Valencia. De aquel partido no recuerdo como llegué al campo, pero si la multitud, el bullicio, los nervios a flor de piel. El vomitorio y la general de pie, el ruido ensordecedor, la luz, el verde y el para avalanchas. Recuerdo que ganamos y que mi padre se puso muy nervioso con Ochotorena en una jugada donde no acertaba a despejar de puños. Recuerdo una felicidad visceral y lo recuerdo para siempre.
RAMÓN Y EL ALIADO DE LOS TORNOS
Después de aquellas experiencias iniciáticas, mi padre me siguió llevando esporádicamente a ambos estadios. Dos o tres partidos al año a Mestalla y alguno más a Orriols. Los partidos del Levante eran más asequibles y el trayecto en trenet ya valía la pena, pero no tenía parangón. Ir al Luis Casanova era una semana previa de nervios, preparativos, estudio del rival. Llegar al estadio, el pasodoble Valencia y los goles de Penev, el primero de mis jugadores favoritos. Ir al campo del Valencia en aquella época era como la tarde de Reyes.
Pero ir al campo no era lo habitual. La mayoría de las veces escuchaba el partido por la radio y luego veía los goles en Estudio Estadio. Hasta que un domingo por la tarde, después de comer, llamó Ramón por teléfono: “Luis, ¿Te vienes esta tarde al fútbol?”. Ramón es un amigo de mis padres, de la falla y de la vida en general. El último tornero del barrio del Carmen con taller en la calle En Borrás. Pero sobre todo, un valencianista irrebatible y temperamental.
Socio desde los tiempos de Julio de Miguel, Ramón tenía tres hijas, mayores que yo y poco aficionadas al fútbol. Salvo la pequeña, Amparo, con la que también he compartido tardes de fútbol en Mestalla. Pero, por encima de todo, lo que tenía Ramón era un buen amigo en el mejor sitio donde se podía tener. Como dice mi madre, hay que tener padrinos en todos los sitios y Ramón tenía uno de responsable en una de puertas de Mestalla.
El ritual dominical todavía lo tengo interiorizado. Durante la sobremesa sonaba el teléfono, era él. A las cuatro y media pasaba a por mí y desde la estacioneta del Pont de Fusta íbamos orilla río, bordeando los Viveros hasta la Alameda y de ahí, por Micer Mascó, hasta el campo. En la puerta me colocaba delante de él y antes de pasar el torno, se dirigía al encargado: “Vengo con el nano”. El nano era yo. Y para adentro.
Para mí fue un privilegio poder asistir asiduamente a Mestalla durante aquellos años, los últimos de la década de los 80. Ir al campo agudizó mi sentimiento de pertenencia y sin duda me ayudó a consolidar la fidelidad y la militancia. Más si cabe a una edad en que los recuerdos permanecen para siempre en el imaginario. Por eso hoy quería acordarme de la transmisión familiar de los sentimientos, de la construcción de la memoria y de la importancia que tiene para ello gestos como el de Ramón y de muchos otros como él, doy fe, que de la mano nos ayudaron a recorrer la senda de Mestalla.
